Aprovecho esta nueva entrada de La Comarca, para dar continuidad a la saga Instagram: mis lances amatorios, cuya primera entrega apareció – hace unas semanas- en Hypermedia Magazine. Este será un espacio de “recuperación textual”. Lo llamo así porque en cada publicación propongo recuperar esos pensamientos libres formalizados a través de textos espontáneos que he ido publicando en mi cuenta de Instagram.
Se trata, sin duda alguna, de la práctica de un tipo de crítica sistemática ajena al encargo y/o cualquier otro mecanismo de sujeción. Hablo de textos absolutamente libres, cuya única naturaleza se explica a través del placer del mismo texto. Su finalidad no ha sido otra que dar cuenta de mis itinerarios por el mundo del arte siguiendo las pistas de este gran hipertexto que es IG.
La idea de que la escritura y la crítica puedan morir y de que esta sentencia sea concebible en sí, pero irreal y ficticia, de hecho, debería bastarnos para no desconfiar del poder absoluto del texto y del pensamiento que descansa en él. Esta sección nace de esa confianza, sus apuntes se alimentan de altas dosis de pasión y desenfreno, pero también de un profundo amor y respeto hacia aquello que se ha convertido en la razón de mis días. Cómo entender la escritura si no como un acto de interpelación y de desobediencia frente a la doctrina de la futilidad y del acuerdo tácito.
“Instagram: mis lances amatorios”, no es otra cosa que la aceptación, definitiva, del placer del texto, el hallazgo, creo, de ese espejismo evanescente que es el estilo. No hay mayor y más delicioso regalo que la práctica, aunque excesiva, del talento y de la admiración. Por mucho que algunos me aborrezcan y otros mueran en la parálisis de la (in)aceptación de mi sino, otros aprecian el valor de mi ejercicio crítico y no escatiman en elogios que solo puedo aceptar como reto y desafío, mas no como complacencia narcisista.
Cuanto más se dice y se espera de ti, más tortuosamente responsable ha de ser el resultado de una labor intelectual que deja de entenderse como un acto íntimo para formar parte de la trama de relaciones sociales y culturales de la que uno es amo y esclavo. En la complacencia y el autoengaño, bien lo saben los asalariados de la escritura y los mediocres sin causa, habita el terror del dogma y el peligro de la esterilidad. La decadencia solo podría ser superada por la búsqueda, quizás ilusoria, de cierta verdad, de cierta honestidad crítica que no comulga con las formulaciones explícitas de esa “comunidad artística” organizada sobre la dramaturgia del cinismo de la cordialidad.
Los reaccionarios han empeñado sus esfuerzos en el afán de abdicación de las inquietudes ajenas, dirigen sus discursos hacia la aniquilación del júbilo verbal que escapa de sus estancos modelos de entendimiento y de comprensión. Sin embargo, pese al cansancio que ya me produce el descrédito ajeno —hoy mi resistencia y tolerancia ya no es la de los 20 años—, siempre he creído y defendido que el crítico de arte, lo mismo que cualquier otro intelectual de la cultura, ha de ser a la vez un animal reaccionario y revolucionario, viviendo en el límite, por fin, entre el instinto de conservación y el placer por la tragedia. Es en ese umbral, en esa zona conflictiva de declarada tensión, de donde emergen los signos virtuosos de su trabajo y el inequívoco sello dramático de su sino.
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Bartolomé Limón Piris
Hace un rato leí, en el muro de cierto crítico cubano, algo así como que para escribir sobre pintura los críticos también deberíamos pintar. Respondiendo a semejante estupidez podría pensar entonces que, al ser maricón, debo ser, supongo, la persona más autorizada para escribir sobre los pañuelos homoeróticos del artista valenciano Bartolomé Limón Piris @bartolomelimon. Sea o no, escribiré igual. Cierto es que toda su obra me interesa, pero estos pañuelos, en particular, son el colmo del ardor y de la inspiración. Bien vistos son el recetario de la vida sexual marica. En ellos, como en el porno, queda claro que lo nuestro es gozar. Como decía ayer, frente a una gran polla muere la semiótica. Hay mucho arte contemporáneo agotando su misma definición, mientras que artistas como Limón nos hacen gozar de lo rico y de lo bueno. Con atención a las distancias y a las graves razones de sus usos, no puedo negar que me recordaron mucho la obra carcelaria del grandísimo Ángel Delgado. Mientras los de este último resultaban de un gesto de sobrevivencia frente al más severo de los castigos y la más tremenda de las impunidades del régimen cubano; los del primero, en cambio, responden a las diatribas del exceso proporcional y circunstancial al erotismo. Los de Ángel afirman un despliegue de rabia; los de Limón ponen sobre la mesa el plato de la gozadera. La narrativa homoerótica de los pañuelos del valenciano se burla de cualquier tipo de sentencia cercana al juicio final de los condenados a la hoguera. En lugar de ese fuego penoso y ridículamente castigador, Limón nos invita a arder en otra hoguera, esa que celebra las mil erecciones y las mil corridas.
Amet Laza Muñoz
Lo que se cree bueno ha de ser mencionado, ha de señalarse con urgencia y cierto énfasis. Hacerlo es parte de ese ejercicio crítico del que no deberíamos de despojarnos nunca. Aprovecho entonces estás líneas para recomendar el trabajo del artista cubano Amet Laza Muñoz @ametlaza, quien, valga el subrayado, es una suerte de dios de ébano. Sus dibujos animados y su pintura me fascinan y me seducen. Dispensa, a través de ellos, el espacio de una cópula en la que gozan y retozan los agentes activos de la ironía, del comentario crítico y del humor negro. La obra de Amet es pura radiografía del síndrome de la paranoia y de la gramática del miedo. Cada obra propone, a su modo, un tipo de reflexión crítica que afecta tanto al contexto cubano como a cualquier otro en el que los mecanismos de la vigilancia y el castigo se implementan como injerencia en la vida privada de los otros y el secuestro de la subjetividad colectiva. No debería confundirse su espontaneidad y su descaro como una respuesta ingenua. Esta obra, en modo alguno, puede ser leída con arreglo a las demandas de un polimorfo perverso. En ella hay agudeza, embestida e intención subversiva. Afirmar todo esto no quiere decir que lleva razón ni que esté del todo convencido. Precisamente ayer, hablando con @raymar_a_h_cubao, citaba un texto mío en el que escribí “convertir la crítica y su ejercicio en una suerte de verdad absoluta, no es sino un acto de fatalidad del que muchos críticos no pueden escapar. La crítica, en tanto que escritura reflexiva y subjetiva, será siempre una manifestación indecorosa de nuestras agitaciones, de nuestras adhesiones, de nuestros síntomas. Ningún texto crítico, por mucho derroche de sagacidad y de voluntad interpretativa, podrá certificar un paradigma de verdad sobre la obra de un artista (…). Sirva esta aclaración para dejar abiertas las puertas a otras exégesis y a otras revoluciones de hormonas.
Yannis Tsarouchis
Anoche descubrí la pintura homoerótica del artista griego Yannis Tsarouchis, ya fallecido. Considerado uno de los principales exponentes de la narrativa pictórica griega; lo cierto es que, paradójicamente, su nombre ha caído en el olvido. Su pintura es de una honestidad lapidaria. En ella se rinde culto al deseo y a su libre expresión. Los lienzos que dedica a marineros, a machos jóvenes desnudos y seguramente a muchos de sus amigos y amantes, rebosan de un erotismo que, en el fondo, evidencian la rabia y tiranía de los prejuicios sociales de la época. La obra de Yannis se ubica en esa línea genealógica que restituye la trascendencia de los valores helénicos y recupera la tradición hagiográfica bizantina. Hablamos de escenas regidas por un impulso voyeurista en las que el ejercicio de la mirada retoza sobre la belleza masculina en sus diferentes formas. Los cuerpos masculinos y el retrato son la materia sustancial de esta pintura. Hay algo de espontáneo y de dramático en ella. Sus superficies vienen a ser radiografías de un acontecimiento. Todas ellas, en su conjunto, celebran el deseo homosexual. Este artista demanda, con urgencia, de una gran retrospectiva crítica.
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Adrián Socorro
Le decía hoy a @alejo_cane que “frente a un pingón no existe ni teología, ni literatura, ni filosofía, ni semiótica; sino, y únicamente, perturbación”. Tanto es así que más tarde, y una vez leído el texto, @aarencibia2021 me escribe “El hermano heterosexual de un gran amigo mío, la reina absoluta de las maricas venezolanas, decía que el eje del mundo era una pinga. Que todos los impulsos humanos -positivos o negativos- se debían a una pinga o a su ausencia”. Sobre esto no tengo la menor duda; como tampoco albergo sospechas acerca del hecho, irrefutable siempre, de que todos -gay o heteros- adoramos la polla. Las razones de unos seguramente no sean las mismas de los otros, pero al final, que sepamos, todos los caminos conducen a Roma. Si no bastaba con Cañer y Arencibia, me llegan por e-mail los pingones de @adriansocorrosuarez. En este caso se trata del furor de la auto mirada. Socorro es un pintor visceral y colorista hasta el delirio. Pero también es, a tenor de lo que veo, un macho alfa. Esto último alimenta el mito de los cubanos, lubrica las zonas de forcejeo escabroso en las que el morbo y el erotismo no se resisten a sí mismos. Lo que me interesa subrayar, entretanto, no son las virtudes de su espléndido miembro, sino asegurar que su paleta podría disfrutar de otros estatus dentro de la narrativa pictórica cubana. Que no sea así es, en parte, responsabilidad suya. Sucede con él lo mismo que con otros artistas que no saben muy bien cómo orquestar los mapas de su visibilidad. Socorro tiene una gran mano y una tenacidad a prueba de bombas, pero debe (y tiene) que saber depurar y jerarquizar. Entre una cosa y otra, terminé por recordar uno de mis primeros ensayos publicados en la revista Unión y que incendió La Habana. Su título fue La apoteosis del falo. Recuerdo que Alberto Garrandés me dijo entonces “qué falo no es apoteósico, Andrés”
Evelyn Sosa
Si existe una firma realmente importante y luminosa en el contexto de la actual narrativa fotográfica cubana, esa es, sin lugar a dudas, la de Evelyn Sosa @evelyn._. sosa. Su relato es excepcional: hermoso y contundente, sensible y político. Evelyn es una mujer dotada de una enorme sensibilidad. Ese don, precisamente, le convierte en una aguda y suspicaz analista de los contornos lábiles de la subjetividad lateral. Solo puedo leer sus retratos como el privilegio maldito de una infracción en el paisaje de la desnudez. Ellos redundan en un gesto orientado a la búsqueda de lo esencial que huye de nosotros mismos. La liberación de Evelyn está condicionada por una inequívoca paradoja: la victoria y la derrota sobre la imagen. Victoria porque ella celebra la textura de la imagen fotográfica como un hecho estético trascendente; derrota porque consigue -increíblemente- desembarazarse de los límites que establece esa misma imagen para instalarse en el ámbito de la ontología. Sus series Havana Cuir y Habana Intimate, merecerían todas las atenciones de la crítica. Ambas, en especial la primera, constituyen una herida en el tejido de la incomprensión, la exclusión y la soberbia. La obra de Evelyn es reconciliadora, tiende los puentes a la figuración y a la visibilidad de “lo otro”, de “lo lateral”. No existe felicidad y valor sin la muerte de la imagen que nos señala y de la palabra que nos miente. Evelyn restituye el valor de otras imágenes y asegura el espacio para la sobrevivencia de una extraña soberanía. La apariencia es falsa sabiduría; lo esencial, por el contrario, es el triunfo de la bondad sobre la arrogancia de los absolutos. Ella lo sabe…
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Leonardo C. Sagristá
Hay obras que se presentan en el momento oportuno. Recién concluí un texto sobre la polifonía de La Habana y las dimensiones retóricas de la ruina en la pintura de Ismael Gómez Peralta @ismaelgomezperalta y de repente veo la obra de Leonardo C. Sagristá @leonardo_c_sagrista. Y nada tienen que ver entre sí, salvo por una razón de peso: la apelación a la idea de ruina. Mientras que en Peralta la ciudad y su arquitectura justifican los malabares de su pintura, deviniendo en el ámbito privilegiado de realidad donde se revela la máxima intensidad del tiempo, el horizonte de cumplimiento en el que la vida se da como benefactora de metáforas y de solipsismo; en Leonardo, por el contrario, esa ciudad de la tiranía y del desgaste aparece metaforizada a través de un repertorio de objetos que una vez gozaron de utilidad. Sus piezas constituyen una radiografía de la desidia y del agotamiento. La vanidad de un régimen que expuso al límite el valor de un patrimonio convertido hoy en escombro de la ilusión, se ahueca al observar la obra de este joven artista. La metáfora sobrevive a cualquier reparterismo barato. “Coxis” de la serie Establo, me emocionó. Su simplicidad y su obviedad, arrecian su alcance poético. Se me antoja como una versión del Arca de Noé, pero no esa en la que se salva por selección y voluntad lo mejor de esta tierra; sino esa otra en la que sobrevive lo poco que se tiene. Nunca sé si los encuentros son fruto de la casualidad o del destino, pero este hallazgo me hace recordar algo que por lo general olvido: que vivo en medio de la fortuna, aunque sin ninguna garantía.
Federico Granell
¿Qué busco yo aquí? Muchas veces me hago esta pregunta, vuelvo sobre ella a modo de recordación cansina. Pero lo sé, tengo conciencia de ello. Busco maravillas, busco situaciones extraordinarias como las que me ofrece la obra del artista español Federico Granel. Hace días que tuve noticias de su existencia a través del muro de Avelino Salas, entonces le busqué, observé su IG y pensé en él. Este hombre es un artista auténtico, un accidente en medio de tanta celeridad. Me declaro un apasionado irremediable de sus formas de hacer. Soy testigo de tantos esfuerzos grandilocuentes y de ambiciones infantiles que, cuando husmeo en los asideros de una obra como la suya, ratifico esa vocación crítica mía frente al postureo. Granel es, como diría Cioran, uno de los últimos delicados. Sus molesquines son indiscutibles joyitas: el certificado de una vida dedicada a la observación. No le conozco, pero jamás pondría en duda su sensibilidad y su juicio para la reproducción poética de lo real. A ratos me cuestiono si ser artista es una bendición o una maldición. Creo que deben ser ambas cosas a la vez. El reconocimiento y la aprobación no calman la ansiedad por los deseos de hacer y de producir, en términos de nueva sintaxis, un mundo que ya existe. Granel es como un personaje deliciosamente trágico, afortunadamente sensible, incuestionablemente agudo. Su incapacidad para ser indiferente a la belleza, enfatiza el absoluto de su misma condición… Volveré.
Humberto Díaz
La obra de Humberto Díaz @humbertodiaz75 es esencialmente reactiva, se produce como respuesta y como interrogación. Afirma el artista que le “gusta hacer obras que sean respuesta al contexto en donde se exhiben». Creo que ese sería, si hubiera alguno, el sello de mi trabajo, más que los materiales u otra cosa”. No podría estar más de acuerdo con esta afirmación toda vez que su interés no reside, o no únicamente, en la consumación expedita del objeto, sino en los procesos de intercambio y en los mecanismos de interpelación que entran en juego entre esos objetos (llamémosle obras) y su contexto de recepción. De hecho, la coherencia es uno de los atributos de su trabajo: la instrumenta y opera con su alcance a la hora de trazar la narrativa de cada intervención; mientras que la versatilidad, de medios y de lenguajes, es una consecuencia de su vertiginosa puesta en escena. Humberto no concibe el arte como un fútil plan de trascendencia; sino como un ejercicio de interrogación y de diagnóstico respecto del presente continuo. Para él no es un fin sino un medio, es una herramienta de exploración, de significación, de alerta. Leí algo sobre la semiótica del objeto referido a su obra, pero me produjo incertidumbre esa consideración. Hay términos que parecen decirlo todo y no dicen nada, son los típicos comodines de la crítica errática y entrometida. Si algo advierte el trabajo de este artista, por encima de sus digresiones semióticas o de su hermenéutica razonable, es una pragmática de la perversión. Volveré…
Ramón Torres
El kitsch es inmortal y si no que se lo pregunten a Ramón Tormes @ramontormes. Es por ello que, contrario a lo que pueda pensarse, me encanta su obra. La narrativa de Ramón se organiza sobre la idea de que nada está demás. Hablo de una estética de la saturación y el sobreañadido, articulada sobre la técnica del collage que, en sí misma, es un proceder travesti. Sus imágenes disfrutan de la impostación, de la afectación, de la pose. Es, sin duda alguna, una visualidad de acento camp, abocada a la teatralidad y a la exageración. Se trata de escenarios en los que la invención, la fabulación y la yuxtaposición, genera un mundo paralelo al mundo real. En ese sitio hay espacio para la subjetividad lateral, esa que orquesta el mapa de las voces queer, trans, gay y lo no binario. Si la sola enumeración de ese repertorio no bastara, podrá decir, además, que su obra actualiza la idea de un carnaval horizontal y democrático donde la diversidad de estilos y de formas, de cuerpos, de tamaños, de ser y no ser, se festeja con gracilidad y mucha guasa. El erotismo y el flirteo resultan consustanciales a sus imágenes. Ellas se alimentan de la sed de deseo y de cierta provocación entendida como reclamo. Reconozco que he estado a punto de enviarle mi desnudo, pero me ha podido la esterilidad de la sensatez. Y eso ocurre porque si le regalo mi cuerpo desnudo se, de antemano, que el Cuarto de Tula seguirá en candela…
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