Este texto debió escribirse en Madrid, pero se escribe hoy en Atenas. Confieso haber quedado mal con este artista, retrasé la escritura de estas líneas como nunca antes lo había hecho. Me entretuve en otros menesteres y en otras poéticas, me aislé, hice silencio, pasé a otros textos, a muchos textos. Sin embargo, esa desidia mía no fue nunca (tampoco lo es ahora) un gesto de desinterés o de subestimación. La obra Ramsés Llufrio merece de mi atención, merece de la atención de otros críticos, pero, más que nada, merece la oportunidad de otro emplazamiento: contextual y de sentido. Él, el ser humano paciente e íntegro que está detrás de cada superficie, también merece mucho. Este texto, por tanto, responde a la estimación y no al compromiso, se alista en el respeto más que en la exigencia de una relación contractual. Esta última podría deshacerse en cualquier momento; el respeto y la admiración, en cambio, pueden ser eternos.
De vuelta al pensamiento sobre su pintura y sobre el lugar que esta ocupa en el mundo del arte, valdría la pena advertir que existen contextos reductivos y miopes dados a la ignorancia o a la inflación. Hay horizontes que no suponen un desafío, hay escenarios en los que el compadreo y la rutina sustentada por el diálogo con el otro-igual aminoran el alcance de toda lectura. Esto ocurre, y puede que demasiado, con algunos artistas en Miami. A ratos sucede que el exceso de proximidad y de pertenencia a un medio (o a un grupo determinado) gestiona cierta parálisis y hace que se establezcan coordenadas lectivas bastante provincianas y fronterizas. Especialmente si esas lecturas te sujetan a la dominante de un espacio y a su lógica mediocre y mundana.
En este tiempo y desde la distancia que impone la geografía, le he observado en silencio, he visto su deambular entre un cuadro y otro. Y creo, definitivamente, que su pintura está en el lugar equivocado, rodeada de las personas equivocadas y bajo la tiranía de miradas insensibles. Igual su humildad y su prudencia, que contrasta con el marketing vulgar y el autobombo que se prodigan otros a sí mismos, ha contribuido en parte al desconocimiento sobre su pintura. Mientras que algunos de sus colegas gritan para figurar y dar cuenta de cada éxito menor, él conserva la paciencia haciendo alarde de mesura y de elegancia. Pero habrá que reconocer que es un pintor excelente y un ser humano excepcional. Ramsés es un delicado, un minucioso, uno de esos poetas que dispensan gramática sensible para un mundo áspero y gustoso de la extinción.
Jaulas de pájaros en el cielo, escaleras en fuga, caminos y avenida extrañas, huevos suspendidos en el universo, alientos primaverales que acechan, remolinos que se atisban sospechosos y delirantes, paisajes ideales que tientan lo surreal y lo melancólico, escisiones simbólicas que se enfatizan entre la realidad y la ficción. Todo eso y más orquesta la figuración mágico realista que habita en la pintura de este gran hombre. En ella, como en ninguna otra obra sobre la que recientemente he escrito, se advierte el permanente recular de la utopía. O, para ser más exactos, del impulso utópico y sus imprevisibles derivas.
Su narrativa visual constituye una especulación en sí misma, una suerte de ensayo acerca de un mundo fatal que reclama -de unas- otra realidad posible. Pareciera que el artista vive en un tiempo paralelo y en un instante deslizante. Su suerte está echada en la capacidad que manifiesta para fabular, para fundar, para advertir otros horizontes deseables y tal vez posibles. Desde sus paisajes hiperrealistas, en clave académica y más tradicional, Ramsés emprende lo que, en verdad, podría presumirse como el arrebato de la fuga. Se escapa, huye, se salta la literalidad del referente que le conecta con la tierra para elevarse hacia ese «otro lugar», a ese «no lugar» donde, a su vez, ocurre todo, se da todo, se piensa en el todo. El extrañamiento y la transfiguración de la realidad en metáforas que parecen lezamianas, es otra señal de identidad de su obra. Su narración se entreteje -por convergencia y divergencia- entre la ontología y la metafísica. Su potencial puede ser deslumbrante, pero lo es más el fino sentido de trascendencia que él otorga a su pintura.
Es como si la cabeza del artista y su subjetividad quedaran escindida entre la tierra el cielo, el cuerpo y el espíritu, la materia y el alma volátil y libre. Su pintura advierte de músculo en la consumación del oficio y en su puesta en escena. Se revela poética, se descubre abierta a la digresión y al pleonasmo. Ella misma es metáfora, recurrencia de un decir que ansía el verbo frente a la escritura reporteril. Si ahora mismo, luego de toda esta tragedia, quisiera buscar un mundo para vivir, un espacio donde redimir mis penas y mis culpas, ese mundo sería, sin duda, el que reflejan sus pinturas. Un mundo en el que la gravedad no esté reñida con la belleza, en el que lo irreal se sospeche posible, en el que el lenguaje diluya los específicos.
Se ha escrito mucho y de manera extensiva sobre la muerte de la pintura y la de otros géneros del panteón artístico, siendo esa propensión funeraria y sepulturera una encrucijada sofista de críticos y apaleadores oportunistas. Siempre he insistido, frente a las demandas y exigencias furibundas de estas defunciones, que mientras exista un solo artista (como Ramsés) que ame la pintura, que siente por y a través de la pintura, será imposible ese diagnóstico. Más que nada porque con artistas como este se jerarquiza la propia estatura del medio y su loable versatilidad en un momento en el que ya no hace falta contar más cadáveres sino superar la idea misma de muerte.
La narrativa de Ramsés procede de un diálogo en extremo íntimo, casi diría que místico, con todo aquello que pareciera remitir a un origen, a un estado prístino y apacible. Cuando se observa su pintura de conjunto, sin prestar demasiada atención a los detalles y sí a la emoción que ella provoca, se advierte entonces la señal de una situación paradójica en su superficie: en ella habitan, con igual permanencia, la fragilidad y la fortaleza. Es una pintura fuerte en su hechura y en sus texturas, pero está destinada, creo, a subrayar la fragilidad de lo que somos o al menos, eso sí, los límites vulnerables de ese mundo que desde la ignorancia y desde la arrogancia sospechamos perfecto.
Ramsés, como yo, está acorralado en un programa generoso que no le permite el desprecio hacia ningún gesto de la naturaleza del hombre. Así como yo sello mi compromiso con la vida por medio de la escritura diaria; él hace lo mismo a través de la pintura. Al despropósito de la herejía cotidiana, Ramsés opone el rigor de un paisaje de indiscreciones espirituales. Un tipo de paisaje, valga subrayar esta idea, que no se ajusta a la ortodoxia del género. En cualquier caso, usa el criterio de representación dictado por el canon para ejercitar otro tipo de narrativa: esa en la que la reproducción de lo real no resulta un hecho tácito sino la fabulación/invención de una realidad otra. De ahí el ímpetu generoso al que me refería antes. La reproducción de lo real siguiendo el itinerario de sus señales más evidentes resultaba la operatoria clásica en la ejecución del paisaje, mientras que para Ramsés esa maniobra de orquestación deja de tener sentido en la medida en que sus imágenes no reproducen el mundo de afuera. En su defecto, y regido por un impulso trascendental, sus pasajes “reproducen” la profundidad de su espíritu, lo que explica claramente la combinatoria y yuxtaposición de los opuestos relatores.
La norma (lo normativo) no es más que un grupo de prohibiciones y de prescripciones que resultan de la regularidad de los usos sociales y de la observación sistémica de esos mismos usos. Refiere el modo en el que deben hacerse las cosas sin saltarse la gramática de base. El rechazo, o simplemente la desatención de esas exigencias, introduce siempre, por mesurada que esta sea, una nota de desobediencia y de emancipación. Es esa perspectiva la que alimenta y cultiva el artista, toda vez que su obra no busca (no lo desea) reproducir la realidad en los términos de calco y de replicación. Al contrario de ello, celebra sustituirla, reemplazarla alegremente por la invención que es, al cabo, donde se cifra la disyuntiva poética.
La insolencia barroca de los azules y de los verdes, diferencia, con precisión meridiana, dos de las instancias narrativas de su pintura. En la segunda, la representación tiende al cumplimiento del canon; en la primera, se ejercita el distanciamiento premeditado del régimen normativo. Sin embargo, en ambas, se reivindica la voluntad de su oficio y se pone a prueba su indiscutible competencia. Ramsés goza de un excelente olfato para discernir los síntomas de este mundo, al mismo tiempo que se permite desertar de ellos a través de la tropología visual. La metáfora y la alegoría son sus grandes aliados. Estas digresiones mías no responden a ningún tipo de desvío retórico. Su legitimidad se corrobora en la observación y seguimiento de su obra.
Si aceptamos que la pintura es un acontecimiento de sentidos múltiples y superpuestos, de enunciados que muchas veces resultan contradictorios, habría que asumir también el hecho de que amplísimo puede ser el ramillete de lecturas y la profundidad o no de la exégesis crítica.
Hasta aquí, por lo pronto, esta breve e intensa aproximación mía a la obra pictórica de Ramsés. Seguramente no haya dicho nada que merezca demasiado la pena. Incluso puede que toda esta palabrería no sea más que material factible al reciclaje. Pero de lo que sí tengo absoluta certeza es de que pasamos tiempo intentando atrapar la pintura en el marco de la palabra, cuando, en verdad, cualquier gesto pictórico, rebasa el hecho lingüístico y reduce las palabras a un mero accesorio circunstancial.
Andrés Isaac Santana.
Atenas, enero de 2022.
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