Galería Norte Verde

La pintura de Alberto Ámez

La ópera-ballet Las indias galantes (1735) es un alarde de virtuosismo musical y dancístico. Esta magna obra de Jean-Philippe Rameau hoy día se observa, como es lógico, desde una mirada crítica porque refleja la proyección del pensamiento europeo, racista, sobre la otredad. Toda cultura ajena, en tiempos de Rameau resultó susceptible de ser colonizada, despersonalizada y esa problemática, el choque de civilizaciones en el pasado —recordando el término al politólogo Samuel Phillips Huntington, pero sin estar de acuerdo con él— se aprecia en el trasfondo de Las indias galantes. Las sociedades foráneas se estetizan según los criterios europeos, así vistiéndose de galas llamativas e incluso opulentas, manifestándose felices, pueriles, indómitas en territorios exóticos para nuestra mentalidad. El sosiego de las personas que forman parte de las civilizaciones extrañas se traduce precisamente en los cantos y bailes deliciosos.

Alberto Amez. Pierrot y Colombina en las islas del Porma, 2022. Óleo sobre lienzo. 130 cm x 195 cm. Cortesía del artista.

¿Qué tiene que ver todo esto con la pintura de Alberto Ámez? 

La armonía con la tradición. No importa si es una pieza musical o pictórica. Alberto Ámez (Gijón, 1963) es un pintor que bebe de la tradición europea, partiendo desde el Renacimiento, cuando la pintura de caballete volvió a eclosionar tras siglos de severo adormecimiento. En especial, Ámez está nutriéndose incansablemente del Barroco en adelante. Sus piezas, que mantienen el soporte tan utilizado —el lienzo— son una mezcla de los múltiples movimientos artísticos que van dándose hasta las primeras vanguardias en el siglo XX.

Sin embargo, ese encadenamiento con la historia del arte occidental también supone una selección de aquellos elementos que más le interesan. Armonía no es sinónimo de continuidad, sin innovación, sin ruptura, al menos parcial. Esto sucede al contrario que con Rameau, del cual evidentemente no se descarta el valor de sus composiciones —y más aún de Las indias galantes; sobre todo por estar infrarrepresentada hoy día—. Sin embargo, es una obra enmarcada en una genealogía concreta; en una historia de la música al amparo de lo hegemónico a nivel social. Las indias galantes es una obra que perpetúa la discriminación hacia los pueblos extranjeros, a pesar de que las relaciones amorosas que allí ocurren entre mujeres foráneas y hombres europeos se encuentran idealizadas. 

Alberto Ámez. Nacimiento de una capilla, 2021. Óleo sobre tabla. 30 cm x 40 cm. Cortesía del artista.

En Ámez persiste la controversia respecto a la tradición, pues crea una pintura figurativa de corte clásico, mas renovada y única, la cual toma especialmente elementos barrocos, rococós, realistas y simbolistas. ‘’La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable’’, tal y como defendió el escritor y crítico de arte Charles Baudelaire (El pintor de la vida moderna, 1863).

Seguidor por casualidad de las palabras baudelairianas, Ámez sincretiza diversos rasgos de la pintura antigua, creando una atmósfera renovadora que ya tiene su origen en los comienzos del artista. Iniciado en el mundo de la fotografía, comenzó tomando imágenes de paisajes situados en Asturias. Locus de características austeras, irrelevantes para muchas ópticas, pero en los que encontró los atisbos de la esencia del arte. Aquí, el arte no es solo lo que el objetivo recoge y plasma en la imagen digital —suscitando reacciones estéticas variadas—, sino la concepción final del/la artista. Es aquello que el ambiente le transmite, luego atrapado mediante la cámara y al que dota de una dimensión nueva que no está vacía de significación.

Nuestro artista transitó de la fotografía a la pintura en el camino de su investigación, pues si ya estaba palpando la esencia del arte mediante una técnica más automatizada, el nivel plástico significó un paso más allá en esta búsqueda.

Alberto Ámez. Exploradoras en Castilla, 2021. Óleo sobre tabla. 19,5 cm x 27 cm. Cortesía del artista.

Como bien nos recuerda una rica nómina de teóricos/as del arte, el uso de las manos es fundamental en la creación. A colación de esto, el arquitecto Juhani Pallasmaa defiende que ‘’pintar es un acto singular e integrado de aquello que la mano ve, que el ojo pinta y que la mente toca. […] El acto único de pintar, sus cualidades físicas y su materialidad misma son tanto los medios como el fin’’ (La mano que piensa. Sabiduría existencial y corporal en la arquitectura, 2012). En el marco de estas ideas se ubica Alberto Ámez. Esto no quiere decir que la fotografía sea un arte con una técnica menor y más intuitiva, claro está; la diferencia reside en el procedimiento creativo. Los medios tecnológicos restringen en cierto modo la libertad manual, pues esta se debe volcar en la comprensión del sistema, de cada botón, de cada ajuste. En la pintura, hay una mayor voluntad de creación desde el inicio. Un folio, un lienzo o una tabla están disponibles para un trabajo más amplio, en el que lápices, pinceles, espátulas y un largo etcétera se emplean o se suprimen por otros instrumentos igual de válidos, del tipo goteo o la pintura dactilar. 

Lo que se intenta explicar gracias a este ejemplo es que la pintura arranca de un soporte vacuo que se va completando a través de la pura interacción visomotriz y —lógicamente— cognitiva, empleando materiales como los pigmentos y técnicas, sin partir de una imagen previa y capturada. El resultado de este devenir es la obra plástica. Así lo recuerda Pallasmaa. Ámez ha tomado esta vía para encontrarse con las tradiciones pictóricas no solo referente a estilos, sino en cuanto a materiales, especialmente la tríada tabla, óleo y pincel. El poder trabajar en el soporte limpio; la parte más artesanal del arte.

Para arrancar de cero, el pintor asturiano mira directamente a un género artístico presente en los periodos que más le interesan: el paisaje. ‘’Mucho tiempo hace que la naturaleza es bella; mucho que los días son radiantes y melancólicas las noches; mucho también que su voz misteriosa habla hasta a los que no la entienden; y sin embargo, desde ayer tan solo ha empezado el artista, cuya misión es reproducir su variedad infinita, añadiéndole el fuego de su pensamiento y de su corazón, a comprender el lenguaje de los bosques y de los valles’’, pronunció el pintor Carlos de Haes (De la pintura de paisaje antigua y moderna, 1860).

Así nuestro pintor siente como suyas las palabras de Carlos de Haes, siendo muy próximas a su pensamiento; a una forma de concebir el paisaje que tiene férreas conexiones con el pasado de la pintura, lo que atestigua las semejanzas entre el ideario de un artista decimonónico y otro actual. Sin embargo, el paisaje en Ámez no abarca un estudio profundo de la naturaleza, ya que en su caso pesa más ‘’el fuego de su pensamiento y de su corazón’’ en detrimento de la ‘’variedad infinita’’.

Su pintura no va a pormenorizar en las especies de plantas ni en la orografía de una zona, pues la parte imaginativa es crucial y por eso hay una tendencia a abstraer la realidad visible, ya sea recordando las ubicaciones, haciendo sencillos bocetos o tomando fotografías —resquicio del procedimiento primigenio—; todo analizado posteriormente en el estudio. En confrontación con las bases del paisaje realista, es igualmente práctico volver a Pallasmaa: ‘’los estímulos reales y las imaginaciones son muy similares entre sí en el resto de las esferas sensitivas y, de esta manera, son igualmente ‘’reales’’ desde el punto de vista experiencial’’ (La mano que piensa. Sabiduría existencial y corporal en la arquitectura, 2012). Por tanto, hay validez en la representación más esquemática de la naturaleza y su inmensidad de componentes, sin faltar esta a la realidad paisajística propiamente dicha, en todo caso, simiente de la percepción visual y mental del pintor. 

Alberto Ámez. Diana consuela a un cervatillo, 2021. Oleo sobre tabla. 30 cm x 40 cm. Cortesía del artista.

Ámez termina practicando una pintura muy cordial en el sentido etimológico de la palabra, pues proviene del corazón, primando la pasión por encima de la razón. Debido a la preponderancia del color sobre el dibujo y su tendencia al emborronamiento, las formas quedan diluidas y el aspecto de la naturaleza resulta embriagador a la par que emocional. Los personajes se reducen a su mínima expresión, sin apenas atributos que les identifiquen en el caso de que sea útil hacerlo para mantener la iconografía tradicional. 

A pesar de la relevancia del paisaje para iniciar una composición, no es el sujeto de la obra. Se trata de un majestuoso telón de fondo para otros géneros: abundan las escenas históricas, básicamente alegóricas y mitológicas, aparte de las cotidianas dentro de entornos utópicos —no existentes, no concretos—, agrestes, norteños, una Arcadia de configuración privada donde acontecen sucesos mixtos con protagonistas muy ricos. La fertilidad temática se acompaña además por el hermetismo, no en todas las escenas, evidentemente. Hay una intención de reflejar el sentipensar, alimentándose habitualmente de la historia, la literatura y el folclore occidentales. La variedad de asuntos es vanguardista. No se puede clasificar a Ámez en un neoestilo. No hay cadencia total con movimientos anteriores.

Las composiciones destacan por las diminutas figuras antropomórficas que se funden en el entorno edénico, remitiendo a la manera de crear del barroco clasicista de Claudio de Lorena. También de la Edad Moderna toma nuestro artista el gusto por incorporar personajes de la cultura grecorromana, aludiendo a la tradición clásica fortísima en Occidente y que se empareja con Rameau otra vez más. Diana y Atenea —Diana consuela a un cervatillo; Atenea y el pastorcillo pintor— en Ámez; Hebe y Belona en Rameau —Las indias galantes—. No son las únicas divinidades mitológicas de estos autores, empero, la armonía con la tradición antes citada es patente, aunque cada uno rehace sus particulares mitos, que no estrictamente se basan en las fuentes antiguas. Es inevitable parangonar la pintura del gijonés y el movimiento simbolista, el cual también es patrocinador de la Antigüedad y de la alegoría. 

Alberto Ámez. La Verdad se calienta en el bosque, 2021. Óleo sobre tabla. 30 cm x 40 cm. Cortesía del artista.

Por otra parte, como se adelantó, Ámez recupera la importancia de la alegoría. De esta manera, la mujer con poca o nula indumentaria, que normalmente es sinónimo de la alegoría en la historia del arte se encuentra en numerosas situaciones. Como apunte, el pintor se vale de la mancha en el color para desdibujar el cuerpo y evita caer así en la cosificación, lo que es interesante desde la perspectiva feminista. Las alegorías tienen un valor trascendental y evocan, verbigracia, conceptos —La Verdad se calienta en el bosque; ¿Volverías a este mundo otra vez?— y puntualmente hechos pasados con un corte legendario por parte del autor —Nacimiento de una capilla; Islandia lleva el bacalao a España—.

Hay mujeres, al igual que hombres sin vestir de carácter mundano que no entroncan con la alegoría. Exploradoras de Castilla y El artista herido son ejemplos de la desnudez como símbolo de sintonía con la naturaleza en un estado casi genesíaco, aunque carente de significación religiosa alguna. Asimismo, en estas piezas más que en ninguna otra hay un vínculo hercúleo con el arte español y en particular asturiano de los siglos XIX y XX, realista-costumbrista. Grosso modo, en su trayectoria persiste una tendencia a ensalzar lo local y rural, que se está convirtiendo en exótico, mientras que lo global y urbano es lo común actualmente.

Alberto Amez. Bufón en El Escorial, 2021. Oleo sobre tabla. 20 cm x 27 cm. Cortesía del artista.

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